No había lugar para sorpresas y no las hubo. Putin puede gritar aún más alto “l´état c´est moi” después de ganar unas elecciones cuyo resultado siempre fue seguro. Y no importa qué cargo ocupe cuando deje la presidencia porque seguirá gobernando.
Tenemos a un Putin más poderoso, pero -como bien señala Pawel Reszka en el diario Dziennik- es el zar de un museo. Hubo quien se dejó encandilar por este oficial de la KGB (y muchos aún siguen en sus trece), que apareció repentinamente como salvador y restaurador del poderío ruso tras la resaca nacional de la era Yeltsin.
No ha sido así, por muchos lujos que puedan admirarse en Moscú. La Historia le pasará factura, y ésta será bien larga porque no ha llevado a cabo reformas indispensables para las que estaba capacitado y para las que poseía recursos: el ejército es un caos, la corrupción galopante llega a todas las esferas (desde el sistema judicial hasta la universidad, pasando por la seguridad social, el mundo empresarial o la omnipresente en las calles milicia) y Rusia, pasando a cuestiones demográficas, se parece cada vez más a un asilo de ancianos.
El respeto que el país despierta es comparable al que provoca la entrada de un nuevo rico en un restaurante. Su poderío depende exclusivamente del precio del gas y del petróleo: demasiado efímero para construir una superpotencia.
Estoy en condiciones de imaginarme dentro de algunos lustros a la economía de los EE.UU liberada de los lazos del oro negro. Sencillamente, son emprendedores y capaces de encontrar otros recursos si las cosas se ponen realmente feas, aunque deban pasar por una crisis seria. En Rusia esa posibilidad no existe.
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